jueves, 15 de febrero de 2007

Desilusion en el veneto






Desilusion en el Veneto
By Lord William Hern`s

Febrero de 2005

Cuando leí a Proust decir que Venezia era una ciudad diseñada para el teatro comprendí porque desde niño había soñado con estar allí. No sólo por la casualidad de haberme dedicado siempre a actuar, sino porque la idea de una villa donde las personas navegaran en lugar de caminar y utilizaran góndolas en lugar de vehículos me parecía demasiado fantástica para ser real.

Una vez, mis padres regresaron de uno de sus viajes por Europa con un gran libro de fotografías de Venezia. Lo vi una y mil veces, siempre absorto. Tantas veces lo repasé que terminé por memorizarme los nombres de cada uno de los canales de la ciudad, de cada iglesia y cada islote. Envidiaba terriblemente a mis padres por haber estado ahí, a tal punto que me dediqué a rogarles que me llevaran a conocer esa ciudad que, después de todo, era mucho más mía.

Hace diez años fui por primera vez. Durante dos años me había dedicado a ahorrar hasta el último de los centavos y logré juntar una suma que, aunque no era grande, fue suficiente para que si mis padres no valoraran mi esfuerzo, al menos se verían obligados a deshacerse de mi agobiante obsesión. Fue en agosto de 1994, poco antes de que ocurrieran los errores de diciembre.

Me había dedicado durante dos meses a hacer el típico viaje de los mochileros que quieren conocer Europa (whatever that means), aunque sea a costa de mal vivirse, mal alimentarse y mal dormir. Y si de por sí es una contrariedad, yo lo hice absolutamente descabellado. Mi curiosidad no tenía límites. Quería conocer absolutamente todo y cuanta cosa veía era escrupulosamente registrada en la Nikon F4, así como en mi Cuaderno de Anotar la Vida e Interpretar la Existencia.

Hace poco encontré ese cuaderno en un cajón en el que guardo aquellos libros que escribí entre los 10 y los 25 años y encontré ése que había titulado “El otro lado del Océano Atlántico, el viaje de Hernán Gómez Bruera”. Se trata de un auténtico diccionario enciclopédico sobre Europa. En él todavía están bien pegados mapas de ciudades, folletos, entradas a museos y hasta boletos de tren.

A los 17 años de edad todo te parece importante. No puedo sino pensar con nostalgia en esos años en que todo me impresionaba, todo me producía una emoción sin límites, todo estaba lleno de un profundo significado. Aquel viaje –y perdonen ustedes que me desvíe del tema; a decir verdad, no hay tema— fue la primera vez en mi vida en que estuve realmente solo. Un primo mío me acompañaba, pero pronto me abandonó, cansado de mis múltiples actividades de señorito, que poco parecían corresponder a los intereses de un impúber.

Durante ese viaje dejé Venecia expresamente pare el final porque temía que si la visitaba al principio ninguna otra ciudad volvería a gustarme. Así las cosas, recorrí antes, en forma maratónica sitos de España, Portugal, Bélgica, Alemania, Dinamarca.... (¡Dinamarca!), la República Checa y, finalmente, Italia. Llegué a Venezia un caluroso día de agosto en el que los helados se derretían antes de que tuvieras tiempo de probarlos.

Mientras atravesaba ese largo puente que comunica Mestre con la ciudad flotante, escribía en mi cuaderno de anotar la vida número 10 que estaba viviendo un momento histórico, que al fin realizaría el sueño que había esperado durante tanto tiempo. Di mis primeros pasos absolutamente embobado. Monté al vaporetto y llegué a albergue juvenil en la Isola de la Giudeca, justo frente a la Plaza de San Marcos. Dejé mis cosas y sin perder un solo minuto salimos yo y mi Nikon F4 a hacer lo que era propio: fotografías de absolutamente todo.

En tres horas había reconocido mi ciudad y había identificado sus sitios a la perfección. Naturalmente, terminé agotado. Me acosté junto a un isolado canal y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté fui a dar una vuelta y de pronto me encontré en sitios infestados de turistas a más 40 grados. Estaba lejos de ser el elegante sitio que había imaginado.

Durante las horas que siguieron el efecto mágico se fue disipando. Cuando la ciudad de los canales había terminado por parecerme normal, la humedad y el calor de agosto terminaron por concentrar mi atención. Así pues, mi estado de ánimo comenzó a decaer y ya no me sentí igual en esa ciudad.

La ilusión es la mejor amiga de la desilusión y la verdad es que el segundo día ya estaba listo para partir, pero me quedé todo el tiempo que había programado (en aquel entonces nunca jamás cambiaba de planes). El hechizo de la ciudad encantada se había acabado después de la media noche.

La realidad nunca está a la altura de nuestras fantasías. Pero en lugar de darme cuenta de eso, opté por crearme una nueva ilusión. La encontré en el carnaval. Claro, el problema era que faltaban 7 largos meses.

Al ver esas fotografías –siempre tan teatrales- que cuadraban perfecto con la ciudad que había soñado, me convencí que, en efecto, el problema era que no había ido en el momento adecuado. Venezia en carnaval debía ser otra cosa que en medio del aglomeramiento estival. Mantuve la ilusión durante 10 años más, siempre con la idea de asistir a ese grandioso espectáculo.

Entre los 17 y los 27 años ocurren muchas cosas en la vida de cualquier ser humano. Tal vez nunca vuelva a vivir nada tan intensa y apasionadamente. El mes pasado aterricé en el aeropuerto de Venezia. Esta vez, en lugar de 40, el termómetro marcaba exactamente 1 grado centígrado.

Cuando aparecí nuevamente en mi ciudad lo único que me sorprendió fue el frío. No era el frío que traen los vientos polares, tampoco era el frío de la nieve. Era uno de esos fríos que brotan desde adentro tuyo, que emergen del tuétano y no hay forma alguna de detenerlos.

Ya era noche y el termómetro seguramente había descendido por debajo de cero. Cada paso que daba representaba un nuevo sufrimiento. Comencé a acercarme hacia la plaza de San Marcos preguntándome donde estaría el fantástico carnaval que me haría olvidar mis penas. Aún lo sigo buscando.

Lo único que encontré en la ciudad de Marco Polo fue la recreación de fotografías postales. Un auténtico montaje para turistas. Decenas de miles de ellos paseándose por las calles, todos con el mismo tipo de disfraz, supuestamente original, todos en busca de la más típica representación, del mejor consumado cliché.

El carnaval es una ocasión previa a la cuaresma en que nos entregamos a toda suerte de placeres carnales antes de retirarnos en penitencia. Llegué con la idea de encontrar una expresión de ese debraye, pero nada parecido encontré. Como otras veces en mi vida, sólo encontré sentido a todo ello después del tercer scotch.

lunes, 29 de enero de 2007

Rio, Carnaval sin moral







Río, Carnaval sin moral
Texto y fotos: Hernán Gómez Bruera--

La primera novela de Jorge Amado –País de Carnaval- narra la historia de un joven que vuelve a su patria después de ocho años de ausencia. Incapaz de encontrar sentido a la vida y ser parte de su lugar, se pasea sin rumbo fijo. Una noche lo sorprende un barullo ensordecedor. Las calles de Río están llenas de pueblo, zamba y una locura general.

Es así como Paulo Rigger –protagonista de esta historia— encuentra un sábado de Carnaval. Se vuelca al torrente festivo y se entrega a la multitud. Al poco tiempo encuentra a una mujer de senos muy visibles. Bailan. Se mojan. Se oprimen. Los besos surgen inevitablemente. Victoria del instinto y reino de la carne, Paulo se siente --por primera vez en su vida-- brasileño.

Compañía das Letras publica una obra de Ruy Castro –Carnaval no Fogo— que narra en forma casi novelada la historia de Río y su Carnaval. La historia se remonta a cinco siglos, cuando la primera escuadra portuguesa se adentró en la Bahía de Guanabara y encontró un paraíso de agrestes montañas y exuberante vegetación.

El mundo conoció así una tierra poblada por felices salvajes que cantaban, bailaban, fornicaban bajo el sol e incluso practicaban el canibalismo. Siendo de facto territorio francés, antes que portugués, Río fue un lugar cosmopolita desde su fundación. En él tuvo cabida una fantástica mezcolanza étnica y cultural.

Lo más apetecible llegó a Río en los navíos del África. Durante dos siglos, Río fue el puerto a través del cual ingresaron al Brasil millones de esclavos. La mayor parte de ellos eran transportados hacia el interior del país para trabajar en las minas y el campo, aunque muchos permanecieron en esta ciudad que hacia mediados del siglo XIX contaba más negros que ninguna otra en el mundo.

De todos los forasteros que llegaron a Río, ellos dejaron las huellas más profundas. Las batucadas de Angola y del Congo derivaron en una variedad de tipos de zamba y transformaron la versión europea e invernal del carnaval en una festividad explosiva. Mientras en otras ciudades del mundo, como Nueva Orleáns, el carnaval era una fiesta racialmente diferenciada --donde los blancos desfilaban por un lado y los negros por el otro--, en Río blancos, negros y mulatos danzaban juntos en una celebración en la que desaparecían las diferencias sociales y las buenas maneras.

No siempre fue así. En un principio, negros y blancos tenían cada uno su propio carnaval. Sin embargo ocurrió que el de los primeros era bastante más creativo y animado que el que discurría por los pasillos oficiales de la nobleza colonial. Así fue como, a fuerza de diversión, el carnaval se convirtió en una sola gran fiesta que expresaba toda la fogosidad y el amor carioca.

Ruy Castro da cuenta en su libro de cómo el carnaval se constituyó en una expresión cultural y pasó a ser visto como la prerrogativa de libertad por excelencia. Febrero era el momento en que los cariocas se entregaban a sus más fervientes pasiones y la ciudad se convertía en un espectáculo. Todo era desenfreno. Mientras duraba, los valores morales del resto del año permanecían en suspenso.

Aunque con diferencias regionales, el Carnaval es una fiesta que no hace distinciones entre ricos y pobres, hombres y mujeres o santos y pecadores. Allí nadie pertenece a nadie. El sábado de gloria, los cariocas dejan la cordura en el ropero y salen sin rumbo fijo –como lo hiciera Paulo Rigger—, sin regresar antes del miércoles de ceniza. Si bien hoy, el carnaval carioca se ha alejado de su tradición más popular y ha dado paso a un gran espectáculo turístico y mediático, aún conserva muchas de esas características.

El Barón de Río Branco constató divertido que en Río sólo había dos cosas organizadas: el desorden y el carnaval. Gran ironía que el propio Barón, cometiera en 1902 la imprudencia de morir dos días antes de iniciar esa fiesta. El fallecimiento del padre de la diplomacia brasileña generó una gran conmoción y se declaró luto nacional. La prefectura de Río se sintió obligada a diferir el carnaval. Groso error: a pesar de haber muerto una celebridad, los cariocas no pudieron sustraerse a su obligación de ser felices. Después de aquello, nunca jamás alguna autoridad osó suspender la gran fiesta nacional.

Cuando estés ahí escucharás como una zamba que llega directamente al corazón. Crece y crece sin cesar. Resuelta a gozar la vida, se niega a morir. Es un pensamiento triste que se canta en forma alegre, porque cantando aleja a la Señora tristeza. La música que hace al carnaval no quiere acabar. Tal vez porque sabe que en cuanto deje de sonar encontrará que el mundo es el mismo de siempre.

Pero mientras ese final no llegue, el Carnaval es una experiencia que enloquece los sentidos y pone en peligro la razón. Promesa de amor, sol y libertad de movimientos, Río es carne carnal y carnaval sin moral; fusión entre África, Europa y América, agria y dulce caipiriña, suco de cajú, aςaì y guaraná, piel tostada y ojos aceituna.

Brasilia: La ciudad del mañana que se quedo en el ayer







Brasilia:
La ciudad del mañana que se quedó en el ayer
Texto y fotos: Hernán Gómez
(Publicado en la revista Celeste)

Si uno tuviera que elegir un destino dentro de ese inmenso país de bellezas naturales y humanas que es Brasil, su capital –Brasilia- seguramente no sería la mejor opción. Si usted ha llegado hasta esta región lo más probable es que sea para tratar algún negocio público. Y es que esta capital no tiene otra razón de ser que el poder. Territorio desolado en medio de la aridez del Planalto Central, Brasilia es una ciudad construida a la medida de la burocracia. Con sólo 43 años de vida, la mayor parte de su millón y medio de pobladores han nacido en otro lugar del país. Sin tradición cultural, Brasilia ni siquiera tiene un acento propio.

Planificada hasta el más mínimo detalle por el urbanista Lucio Costa y por el arquitecto Oscar Niemayer, Brasilia es un inmenso avión: su cabina es la Explanada de los Ministerios, la cual alberga cada uno de los ministerios de gobierno ordenados con obsesiva escrupulosidad; la cola es el llamado Eje Monumental, un inmenso espacio abierto que recuerda las viejas fotografías de China y sus alas dan forma a esto que se asemeja a una maqueta en medio del desierto, dividida en autoritarias supercuadras, matemáticamente calculada en bloques y organizada simétricamente en sectores.

El genio urbanístico de Brasilia (o su horror), radica en ser una ciudad cuyo paisaje se repite monotemáticamente cada supercuadra. Sus conjuntos habitacionales (que evocan las construcciones del Welfare State, sino es que las de la Unión Soviética) cuentan todas con lo necesario para una “vida funcional”.

Sin plazas dentro del área urbana, ni cafés en sus calles, con pocos espacios verdes y plagada de centros comerciales de dudosa estirpe, los constructores de Brasilia amaban el cemento y el asfalto. Nada como esos materiales podía simbolizar mejor la idea de progreso y modernidad que quisieron dar a su “ciudad futura”.

Expandida horizontalmente debido a una legislación que prohíbe la construcción e edificios altos, Brasilia está comunicada por anchas avenidas que, aunque facilitan la circulación de los vehículos –dueños por completo de esta ciudad-, hacen del transeúnte un ciudadano indigno.

La capital de Brasil tiene poco que ofrecer al visitante. No es una metrópoli ni tampoco una provincia. Al estar buena parte de su vida cotidiana ligada a la burocracia, la ciudad funciona de lunes a viernes. Cuando llega el fin de semana, los políticos que vienen del resto del país huyen a sus lugares de orígenes. Entonces, los hoteles ofrecen tarifas preferenciales en un esfuerzo por atraer alguno que otro visitante.

Cada vez que alguien cuestiona a Oscar Niemayer por el dudoso gusto estético que le llevó a construir una ciudad como Brasilia, responde con la misma frase: “A la gente que la visita puede o no gustarle la ciudad, pero no podrá decir que había visto algo parecido”. Extraña y evasiva es la respuesta del constructor de Brasilia, que –dicho sea de paso- hace casi tres décadas que vive en Río de Janeiro.

Lo único que justifica una visita turística a Brasilia es La Explanada de los Ministerios, construida a imagen de las ciudades griegas con ese gran espacio monumental que le valió el ser declarada patrimonio mundial de la humanidad. El también creador del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York y del Museo de Arte Contemporáneo en Niteroy, desarrolló aquí un trabajo arquitectónico que refleja la idea de modernidad de una generación que tuvo por gurú y mentor a Le Corbusier.

Amante de las curvas, dice Niemayer algo que suena bastante más bonito de lo que se ve: “No es el ángulo recto lo que me atrae; ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Me atrae la cuerva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en la ola del mar, en el cuerpo de la mujer. De curvas está hecho todo el universo”.

La obra que más resalta y da a la ciudad el toque extravagante (que la salva de ser un fiasco estalinista) es la cede del Congreso. Como si la democracia hubiese sido llevada hasta ahí por seres extraterrestres, la cámara de diputados es un inmenso platillo volador de estructura convexa, mientras que el Senado es una igual, sólo que cóncava.

Entre estos dos platos se encuentran un par de torres con 28 pisos de oficinas. Se trata sin duda de la estructura que alcanza la mayor altura en la ciudad. Alguna atención merecen el Palacio de Plantalto, el Ministerio de Justicia y la Cancillería de Itamaraty --construidos con formas rectas y curvas--, edificios que se pierden en la inmensidad de la explanada y a los que al menos les faltaría un mayor tamaño para ser considerados imponentes.

Detalles simpáticos son algunas de las esculturas que adornan las entradas de los edificios, como aquélla mujer de Alfredo Ceschiatti que, fuera del Palacio de Justicia, muestra unos ojos vendados para representar que “la justicia es ciega”. De mi especial devoción es “los candangos”, un bronce de Bruno Giorgi de ocho metros de altura, sabia representación en la que dos cuerpos se fusionan amorosamente en una extremidad, pero conservan su autonomía en el resto del cuerpo.

Fuera de la Explanada, la ciudad presenta un paisaje que poco tiene que ofrecer a los peregrinos. Pero no seamos severos. No digamos que Brasilia es una ciudad fea. Tampoco recurramos al exceso de considerarla patrimonio cultural de la humanidad: concedámosle graciosamente el título de ciudad interesante. Y es que aunque Brasilia no invita, encierra una historia de sueños y sacrificios que sería injusto desconsiderar.

Su encomendador, Juscelino Kubitschek (Presidente del Brasil de 1956 a 1960) era un firme creyente en el progreso, bajo cuya gestión el país se industrializó a pasos agigantados. La idea de mudar la capital de Río de Janeiro a la región central del país, había sido discutida muchas veces a lo largo de la historia, como un antídoto capaz de evadir las invasiones a las que la ciudad carioca era objeto, pero también como una forma de descentralización. La construcción de una nueva capital había sido incluso establecida dentro de la propia constitución brasileña, pero nadie la había puesto en práctica.

Sin embargo, Juscelino era un voluntarioso. Cuanta la leyenda que, cuando antes de llegar al poder, alguien le preguntó si cumpliría la constitución en lo que se refería a la construcción de la nueva capital. La respuesta afirmativa comprometió al futuro Presidente, quien una vez en el poder se dio manos a la obra. La idea de construir una capital en el centro del país no era mala. Se trataba de unir, en un mismo esfuerzo de desarrollo, al Brasil del litoral atlántico, fuerte económicamente desde tiempos coloniales, con el Brasil del interior que por largos siglos había vivido al margen y de paso crear un polo de desarrollo en el centro del país.

Hasta entonces, nadie en su sano juicio pensaba que fuera posible construir una ciudad en una región tan alejada del progreso, donde no llegaban las carreteras, donde no había ni luz ni agua ni nada. Pero Juscelino lo tenía que hacer porque era Juscelino, porque él era quien debía llevar a Brasil al progreso económico; se lo decía su visión de estadista. La capital tenía que construirse a toda velocidad. Si no había carreteras, las bolsas de cemento llegarían por avión; si el trabajo era arduo, 60 mil hombres edificarían --día y noche-- la cede del parlamento, el palacio presidencial de Planalto, su moderna catedral, la Alborada donde habría de residir el Presidente, así como sus edificios ministeriales.

Naturalmente, Juscelino debía cortar el listón antes de concluir su mandato, lo que hizo en el año de 1960. En sólo tres años y diez meses se había edificado el centro de la ciudad. Poco tiempo después, al dejar el poder, escribió una nostálgica carta al pueblo en la que afirmaba con absoluta seguridad sobre su gestión y sobre el mismo: “Durante mi mandato no falté a ninguno de los compromisos que prometí, haciendo avanzar a Brasil por lo menos 50 años de progreso en tan sólo cinco años...”

Y es que al construir Brasilia no se pensó en el hoy, sino en el mañana. Era, como la bautizó André Malraux, “la ciudad de la esperanza”. Aliado a su fantasía y a su imaginación, Oscar Niemayer buscó en su arquitectura romper con los patrones convencionales. Al menos en la Explanada de los ministerios, y en algunas de las obras que construyó alrededor, lo hizo. El centro de Brasilia (no así toda la ciudad) fue una conjunción entre funcionalismo y arte marcada por ideas de Le Corbusier, para quien las ciudades debían ser concebidas para “inspirar placer, ofrecer protección y estimular el trabajo”. Se imaginaba una ciudad despojada de preconceptos y tabúes urbanísticos, de espacios abiertos e integrada a la naturaleza.

Tal vez el error de quienes construyeron Brasilia, así como de buena parte de los arquitectos de esa época, fue su creencia omniabarcante y totalizadora en el progreso. Al pensar que la modernidad podía ser establecida por decreto, su soberbia arquitectónica y urbanística, supuestamente en nombre de la imaginación, puso límites a la imaginación de las generaciones futuras. Así, Brasilia parece hoy una ciudad que quiso ser moderna, pero que vive atrapada en los años cincuenta; sus edificios y sus calles son muestra del fracaso de la estatolatría.

Seguramente en nada de eso pensó el buen Juscelino cuando fue inaugurada la ciudad en 1960 y pronunció ese famosos discurso que hoy aparece escrito en varias lápidas: “Desde esta soledad del Planalto Central que en breve se transformará en cerebro de las grandes decisiones nacionales, lanzo los ojos una vez más sobre el mañana de mi país y anticipo el futuro de esta alvorada con fé inquebrantable y con una confianza ilimitada en su grande destino”.-

Edward James: Un delirante en la ciudad de los delirios






Edward James: un delirante en la ciudad de los delirios
Texto y fotos: Hernán Gómez Bruera
Publicado en Arcana en julio de 2002

Cierto atardecer, Edward James dio un paseo por los jardines de su pequeño paraíso y se topó con unos albañiles que hacían una mezcla de colores en un tamiz de concreto. Al reconocer el azul le brillaron los ojos, con el rojo sintió excitación y comenzó a pedir la gama de tonalidades completa; cuando la mezcla se volvió verde y amarilla, había entrado a un éxtasis estético; sólo el negro logró aquietarlo. Para sorpresa de los trabajadores, James no tenía otro interés en reclamar esas mezclas que su propio deleite. Cuando alguno preguntó para qué serviría aquéllo, James contestó extrañado: “¿Qué nunca has visto una puesta de sol a través de una cortina de colores?”. Ese era James. Un tipo excéntrico que tiempo atrás había llegado a Xilitla en busca de orquídeas.

El viaje que lo llevó hasta allí comenzó en los años cuarenta cuando James decidió escapar de la aristocracia y la tradición anglosajona en las que había crecido y apartarse de los horrores de la guerra que azotaba Europa. Mucho se había dicho que su madre, Evelyn James, era hija ilegítima del rey Eduardo VII; la confusión y la mala fe de algunos llegó al grado de que afirmar que era su amante. Lo cierto es que todos esos eran cotilleos que a James no le molestaban demasiado e incluso los alimentaba por el gusto a la suspicacia.

Desde joven, James encontró en el arte su mayor razón para vivir. A los quince años comenzó a escribir poesía y jamás se detuvo. Sus afinidades, naturalmente, fueron mal vistas por una familia que creía tenerle reservado un sitio en el parlamento y veía con gran preocupación las horas que transcurría en escribir y elaborar composiciones de música en lugar de preparar sus estudios de Oxford. A los 17, cuando su madre le exigió abandonar esas actividades para concentrarse en vivir una vida pública, James hizo una defensa heroica del oficio artístico. En una carta le aclaró a su madre que había distintas formas a las que ella conocía para vivir una vida pública y aunque reconocía que su objetivo no era ser poeta, le advertía que “un gran poeta puede beneficiar al mundo más que muchas otras personas”. James presentó su primer libro de versos a los 19 años y llegó a publicar al menos 30 obras.

Además de su propio trabajo –el cual se conoce poco-, James impulsó a grandes creadores gracias a la fortuna familiar que heredó: Pavel Tchelitchew, René Magritte, Max Ernst, Marcel Duchamp, Joan Miró, Man Ray y Leonora Carrington. Con Salvador Dalí James tuvo una relación tan cercana que en 1938 le compró por adelantado toda su producción de un año para ofrecerle tranquilidad y evitarle preocupaciones. Junto con él, James convirtió West Dean y Monkton House -las dos viviendas que heredó de su padre- en un capricho de decoración surrealista. Sin otro interés que el de apoyar el trabajo de autores que consideraba valiosos, James alcanzó a acumular una de las colecciones de arte surrealista más extensas del mundo.

A pesar de que ese movimiento llegó oficialmente a Inglaterra en 1936, año en que se organizó en Londres la primera exposición, James lo conocía desde antes. Su relación con los representantes de esta corriente artística se debía más a la amistad que tenía con muchos y al soporte que siempre dio a las nuevas inspiraciones que a una relación directa con el movimiento y sus líderes. Los detalles biográficos de James como artista y como mecenas de varios permitirían escribir una enciclopedia completa de arte. Lo que vale la pena enfatizar más allá de eso es que “su vida fue un arte y su mayor aportación al surrealismo fue el hacer de su propia vida algo surreal”.

James fue un renegado de la cultura en la que creció. Las elites de la sociedad y sus cadenas nobiliarias de distinguidos lord & ladies no le interesaban en absoluto. Sus creencias y sus comportamientos convencionales le causaban animadversión. En 1939 decidió emprender un largo viaje y, tras una temporada en los Estados Unidos, llegó a México para visitar la casa de Goeffrey Gilmore, un antiguo compañero de Oxford. En una de sus múltiples visitas a la oficina de correos, James trabó una amistad muy especial con uno de sus empleados, Plutarco Gastélum, un corpulento yaqui sonorense.

Juntos decidieron emprender la aventura hacia un sitio en el que, según les habían contado, crecían hermosas orquídeas. Fue así como se adentraron en la Huasteca potosina para dirigirse a Xilitla. Buscaban esas flores exóticas cuando en una de sus excursiones por la selva, la ficción superó a la realidad: una inmensa nube de mariposas con forma de alas descendió hasta posarse en uno de sus cuerpos. Esa fue la señal de que ahí debía erigir un edén: el sitio mágico que su imaginación les permitiera crear. No por otra razón, James decidió que el lugar entero debía pertenecerle y así compró La Conchita, un rancho de 30 hectáreas que más tarde quedaría bajo el cuidado y administración de Plutarco.

En medio de la abundancia selvática James creó su propia Arca de Noé. En ella dio vida a más de diez mil orquídeas y pobló de guacamayas, patos, flamencos, tigrillos y venados; rarezas que encontraba por ahí y que podían llegar a ser su mejor compañía. Por sus animales sentía un cariño inmenso: con ellos dialogaba y a la vez los protegía, porque --junto con los niños de Plutarco-- eran los seres con quienes mejor se entendía. En efecto, Plutarco era el responsable de administrar La Conchita además de ser objeto de una poderosa simbiosis creativa.

Su amigo Ángel Castrellón recuerda que, por los animales, James sentía verdadera devoción. Cuenta que se acercaba a ellos de manera tan natural que ni siquiera tenía conciencia del peligro. Cuando vuelven a la memoria de Ángel esos lejanos episodios, el rostro se le ilumina: “En alguna ocasión se empecinó con la compra de un puma. Francamente horrorizada, la esposa de Plutarco, Marina, tuvo que hacerle entrar en razón: ‘¿De qué se va a alimentar?’, a lo que James, con una descarada naturalidad contestó: ‘¡De burros!’. ‘¡Qué bien! Vas a acabar con todos los burros de la Huasteca, contestó Marina’”. Entonces, James –aterrado con tal imagen- empezó a tener alucinaciones. Soñó que cientos de burros en forma de espíritus bajaban de las montañas para vengarse de él, después de lo cuál desistió de adquirir aquel felino.

Son pocos los que han estudiado la vida y obra de James. En México, Xavier Guzmán es principal precursor. Cuando visitó por primera vez Xilitla hace más de 20 años, era un sitio prácticamente desconocido. Desde entonces quedó deslumbrado por la exuberancia y lo que él llama “actos desbordados”. Por él sabemos que en 1962, un hecho trágico marcó los destinos del lugar: una helada de tres días destruyó la extensa colección de orquídeas. Fue entonces cuando James decidió construir estructuras físicas que permanecieran con el paso del tiempo.

Xilitla es por ello, un lugar tan asombroso como incomprensible. La lógica de su arquitectura es incluso un misterio, parece algo tan espontáneo como la escritura automática de los surrealistas. Con lápiz y papel, James tradujo sus alucinaciones, fantasías y caprichos. Su cimentación es una suma de sueños: James los dibujaba en servilletas de papel; Plutarco –con una mentalidad más práctica- procuraba hacerlos tangibles; el carpintero Pepe Aguilar creaba los moldes; y los albañiles -que al principio no tenían ni la más remota idea de lo que hacían- terminaron por divertirse con la construcción de formas sin función ni propósito aparente.

Tres inmensas orquídeas de concreto pretendieron restituir parte de lo que aquella helada se había llevado. Alrededor de las cascadas y las pozas que dan vida al sitio se fueron creando infinidad de moradas, puertas y caminos que no conducían a ninguna parte; una torre de tres pisos, que sin embargo tenía (y tiene) cinco. “Después de 25 años de trabajo, se contaron 36 grandes estructuras de concreto. Casi todos los espacios recibieron un nombre: La Plaza de San Eduardo, El Aviario dedicado a Max Ernst, La Terraza de los Tigres, El Palacio de Verano, El Cinematógrafo... un gran espacio de arquitectura surrealista, desordenada y absolutamente irracional”.

Cuentan que a James no le gustaba que su rancho fuera visitado por extraños. Aquél era un refugio personal que cuidaba celosamente y al cual acudían sus amistades más cercanas y sólo algunos invitados selectos. Si bien hoy el sitio se encuentra abierto al público de una manera indiscriminada (en algunas épocas del año en forma nociva para su conservación), algunos todavía protegen la intimidad de su máximo creador del contacto con la realidad. Tal vez por eso prefieran callar. Dicen que la fotógrafa Katty Horna, su retratista en varias ocasiones, no daba entrevistas cuando vivía y que a la sobreviviente pintora Leonora Carringon es mejor ni llamarle.

Resulta muy difícil resolver el misterio de James. Así lo entiende Ángel cuando cuenta cómo don Eduardo (como le llamaban los locales) nunca ofrecía la misma respuesta a quienes le cuestionaban el sentido de su obra. En uno de los pocos materiales grabados (producido por Avery Danzinger), nuestro inglés, que aparece simpático, bromista y con agudo sentido del humor, explica: “I have to confess it´s pure megalomania”. Alguna vez le respondió al reportero Carlos Henze: “Se trata simplemente de ver algo bonito” y otra vez le dijo a su amigo Ángel (en burla a los más sensatos): “Para que en 20 mil años, cuando vengan los arqueólogos no tengan ni la más remota idea de qué cultura existió aquí”.

Tanto los que lo conocieron como los que lo han estudiado, coinciden en que James era una persona que vivía “a la altura de sus deseos y para hacer realidad sus sueños”. Un joven francés estudiante de arquitectura, Mathías Bernhardt, se ha dedicado desde hace tiempo a entender a Edward James y su obra. Llama la atención que a pesar de tratarse de una investigación de arquitectura, parece estar comprendiendo muy bien su esencia y su sentido: “Las intenciones del lugar son poéticas -–escribió-, los pensamientos son poéticos y el jardín es un lugar de inspiración poética”.

Las pozas es un lugar de posibilidades infinitas. Algo en él evoca La Casa de Asterión de Jorge Luis Borges, parece no pedirle nada a Lewis Caroll y su país de las maravillas y tal vez nadie haya podido representar un cuadro de Escher de forma tan cercana como lo hizo James, sin saberlo.

El estudio de Mathías Bernhardt confirma que la obra de Edward James es un atentado a los pilares de la arquitectura tradicional o al menos linda sus límites al refutar los principios tradicionales de verdad, utilidad y solidez planteados desde Vitruvio. Xavier Guzmán piensa que su importancia radica en marcar un contraste con los valores del mundo occidental montado en las premisas de racionalidad, eficiencia y utilidad.

Se pueden acudir a distintas interpretaciones, pero no hay que perder de vista que, en última instancia, un sitio como éste sólo puede experimentarse de manera individual. De poco sirven las visitas guiadas a Las Pozas porque James -aunque reivindicado por la historia gracias al turismo que ha traído a la región-, en el mejor de los casos fue un incomprendido o en el peor simplemente “el gringo loco de Xilitla” (lo primero le preocupaba más que lo segundo).

Posiblemente la sabiduría popular no mienta tanto. James era un personaje de maneras tan excéntricas que quien no le conocía, fácilmente podía pensar que tenía algún trastorno. Dicen que incluso Salvador Dalí, uno de sus más cercanos amigos, creía algo similar. Cuentan que en una ocasión fueron juntos a visitar a Sigmund Freud para regalarle un cuadro. Durante la visita, el pintor hizo partícipe al padre del psicoanálisis de las manías y rarezas de su amigo y le pidió que lo analizara: “Envuelve todo en papel. Edward está totalmente loco aunque pretenda no estarlo. Está más loco que todos los surrealistas juntos. Ellos fingen, pero él es de verdad”.

Quienes lo conocieron lo recuerdan por sus hábitos extravagantes. Además de hacer cosas como enrollar todo en papel, de manera obsesiva se lavaba las manos 30 veces al día, se exhibía desnudo por los jardines, conversaba con guacamayas, pericos y serpientes, y se dejaba largas las uñas de los pies hasta que éstas le dieran vueltas. Sus sobrinos y amigos relatan que cuando se prologaban las comidas siempre dormía una siesta en la mesa y si durante la cena tenía que limpiarse la nariz, no bastaba una servilleta: debía tomar el mazo completo.

James se consideraba a sí mismo un surrealista. No por estar vinculado a un movimiento, sino porque lo era de nacimiento. Así describía a su especie: “son personas ligadas a su subconsciente, mentes para las cuales el mundo no siempre es lógico y, en consecuencia, vuelven lógico lo ilógico”. Contaba que desde pequeño había tenido fantasías surrealistas. Al ser obligado a permanecer varias horas en su cuna por una madre que tenía poco tiempo para él, pasaba inventándose un mundo: “...así, mis sábanas se convertían en una ciudad voladora y hacían cúpulas con las almohadas. Yo me metía abajo y me imaginaba que era el palacio de Aladino volando sobre el mundo”.

Edward James no planeaba su vida, por lo que difícilmente podía proyectar el lugar de su muerte. A pesar de no estar demasiado preocupado por el espacio en el que descansara su cuerpo, tomó una decisión muy importante: pasara lo que pasara, su espíritu habría de permanecer en Xilitla. Por eso se veló en vida ahí, en La Conchita, e incluso dejó su espíritu en una de las piedras que componen su escultórico jardín (Ángel prefiere no decir cuál es para evitar actos vandálicos o actos turísticos de mal gusto). Edward Frank Willis James murió en Francia en 1984 y con él se fue uno de los últimos surrealistas de esa generación.

Los que visitan Las Pozas, se siguen preguntando para qué se construyó ese lugar y qué pretendía quien lo hizo. El turista medianamente curioso muy a menudo siente que el sitio quedó incompleto y que en aquellas ruinas alguna vez se quiso edificar un palacio de enormes dimensiones. Fermín Yamazares, uno de sus sobrinos xilitlenses, fue cuestionado acerca de la forma que hubiera tomado este lugar si James hubiera vivido 20 años más. La respuesta es simple, pero deja mucho que pensar: “Hubiera quedado igual, pero más grande. Mi tío nunca hubiera terminado de construir ese lugar”. Tal vez Fermín se refiera a eso que a pesar de morir, permanece.
Fuentes:

•A surreal life, Edward James 1907- 1984, ed. Nicola Coleby, Brighton Museum, Londres, 1998.
•Tesis de arquitectura en la escuela de Belleville, Mathías Bernhardt, 2001–2002, París, inédito.
•“Edward James”, Xavier Guzmán Urbiola, en Repertorio de artístas de México, coordinado por Guillermo Tovar de Teresa, tomo 2, México-Milán, Grupo Financiero Bancomer, Fundación Cultural Bancomer, Franco Maria Ricci, 1996, p.p. 206-207.
•Poeted. The final quest of Edward James, Philip Pureser, Quartet books, Londres, 1991.
•Edward James. Poet, patron, eccentric. A surrealist life, Jhon Lowe, Collins, Londres, 1991.
•La habitación interminable, Xavier Guzmán Urbiola, et. al., UAM-Xochimilco, México 1986.
•El encantador de sueños, video de Avery Danzinger, 1990.
•“Edward James en Xilitla”, Xavier Guzmán Urbiola, inédito.