jueves, 15 de febrero de 2007

Desilusion en el veneto






Desilusion en el Veneto
By Lord William Hern`s

Febrero de 2005

Cuando leí a Proust decir que Venezia era una ciudad diseñada para el teatro comprendí porque desde niño había soñado con estar allí. No sólo por la casualidad de haberme dedicado siempre a actuar, sino porque la idea de una villa donde las personas navegaran en lugar de caminar y utilizaran góndolas en lugar de vehículos me parecía demasiado fantástica para ser real.

Una vez, mis padres regresaron de uno de sus viajes por Europa con un gran libro de fotografías de Venezia. Lo vi una y mil veces, siempre absorto. Tantas veces lo repasé que terminé por memorizarme los nombres de cada uno de los canales de la ciudad, de cada iglesia y cada islote. Envidiaba terriblemente a mis padres por haber estado ahí, a tal punto que me dediqué a rogarles que me llevaran a conocer esa ciudad que, después de todo, era mucho más mía.

Hace diez años fui por primera vez. Durante dos años me había dedicado a ahorrar hasta el último de los centavos y logré juntar una suma que, aunque no era grande, fue suficiente para que si mis padres no valoraran mi esfuerzo, al menos se verían obligados a deshacerse de mi agobiante obsesión. Fue en agosto de 1994, poco antes de que ocurrieran los errores de diciembre.

Me había dedicado durante dos meses a hacer el típico viaje de los mochileros que quieren conocer Europa (whatever that means), aunque sea a costa de mal vivirse, mal alimentarse y mal dormir. Y si de por sí es una contrariedad, yo lo hice absolutamente descabellado. Mi curiosidad no tenía límites. Quería conocer absolutamente todo y cuanta cosa veía era escrupulosamente registrada en la Nikon F4, así como en mi Cuaderno de Anotar la Vida e Interpretar la Existencia.

Hace poco encontré ese cuaderno en un cajón en el que guardo aquellos libros que escribí entre los 10 y los 25 años y encontré ése que había titulado “El otro lado del Océano Atlántico, el viaje de Hernán Gómez Bruera”. Se trata de un auténtico diccionario enciclopédico sobre Europa. En él todavía están bien pegados mapas de ciudades, folletos, entradas a museos y hasta boletos de tren.

A los 17 años de edad todo te parece importante. No puedo sino pensar con nostalgia en esos años en que todo me impresionaba, todo me producía una emoción sin límites, todo estaba lleno de un profundo significado. Aquel viaje –y perdonen ustedes que me desvíe del tema; a decir verdad, no hay tema— fue la primera vez en mi vida en que estuve realmente solo. Un primo mío me acompañaba, pero pronto me abandonó, cansado de mis múltiples actividades de señorito, que poco parecían corresponder a los intereses de un impúber.

Durante ese viaje dejé Venecia expresamente pare el final porque temía que si la visitaba al principio ninguna otra ciudad volvería a gustarme. Así las cosas, recorrí antes, en forma maratónica sitos de España, Portugal, Bélgica, Alemania, Dinamarca.... (¡Dinamarca!), la República Checa y, finalmente, Italia. Llegué a Venezia un caluroso día de agosto en el que los helados se derretían antes de que tuvieras tiempo de probarlos.

Mientras atravesaba ese largo puente que comunica Mestre con la ciudad flotante, escribía en mi cuaderno de anotar la vida número 10 que estaba viviendo un momento histórico, que al fin realizaría el sueño que había esperado durante tanto tiempo. Di mis primeros pasos absolutamente embobado. Monté al vaporetto y llegué a albergue juvenil en la Isola de la Giudeca, justo frente a la Plaza de San Marcos. Dejé mis cosas y sin perder un solo minuto salimos yo y mi Nikon F4 a hacer lo que era propio: fotografías de absolutamente todo.

En tres horas había reconocido mi ciudad y había identificado sus sitios a la perfección. Naturalmente, terminé agotado. Me acosté junto a un isolado canal y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté fui a dar una vuelta y de pronto me encontré en sitios infestados de turistas a más 40 grados. Estaba lejos de ser el elegante sitio que había imaginado.

Durante las horas que siguieron el efecto mágico se fue disipando. Cuando la ciudad de los canales había terminado por parecerme normal, la humedad y el calor de agosto terminaron por concentrar mi atención. Así pues, mi estado de ánimo comenzó a decaer y ya no me sentí igual en esa ciudad.

La ilusión es la mejor amiga de la desilusión y la verdad es que el segundo día ya estaba listo para partir, pero me quedé todo el tiempo que había programado (en aquel entonces nunca jamás cambiaba de planes). El hechizo de la ciudad encantada se había acabado después de la media noche.

La realidad nunca está a la altura de nuestras fantasías. Pero en lugar de darme cuenta de eso, opté por crearme una nueva ilusión. La encontré en el carnaval. Claro, el problema era que faltaban 7 largos meses.

Al ver esas fotografías –siempre tan teatrales- que cuadraban perfecto con la ciudad que había soñado, me convencí que, en efecto, el problema era que no había ido en el momento adecuado. Venezia en carnaval debía ser otra cosa que en medio del aglomeramiento estival. Mantuve la ilusión durante 10 años más, siempre con la idea de asistir a ese grandioso espectáculo.

Entre los 17 y los 27 años ocurren muchas cosas en la vida de cualquier ser humano. Tal vez nunca vuelva a vivir nada tan intensa y apasionadamente. El mes pasado aterricé en el aeropuerto de Venezia. Esta vez, en lugar de 40, el termómetro marcaba exactamente 1 grado centígrado.

Cuando aparecí nuevamente en mi ciudad lo único que me sorprendió fue el frío. No era el frío que traen los vientos polares, tampoco era el frío de la nieve. Era uno de esos fríos que brotan desde adentro tuyo, que emergen del tuétano y no hay forma alguna de detenerlos.

Ya era noche y el termómetro seguramente había descendido por debajo de cero. Cada paso que daba representaba un nuevo sufrimiento. Comencé a acercarme hacia la plaza de San Marcos preguntándome donde estaría el fantástico carnaval que me haría olvidar mis penas. Aún lo sigo buscando.

Lo único que encontré en la ciudad de Marco Polo fue la recreación de fotografías postales. Un auténtico montaje para turistas. Decenas de miles de ellos paseándose por las calles, todos con el mismo tipo de disfraz, supuestamente original, todos en busca de la más típica representación, del mejor consumado cliché.

El carnaval es una ocasión previa a la cuaresma en que nos entregamos a toda suerte de placeres carnales antes de retirarnos en penitencia. Llegué con la idea de encontrar una expresión de ese debraye, pero nada parecido encontré. Como otras veces en mi vida, sólo encontré sentido a todo ello después del tercer scotch.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

wow, tus reportajes son excelentes. por razones más bien sentimentales mi favorito es el de Edward James.

saludos.

Isaac Yitzchak dijo...

Eres increíble, no podría sentirme mas identificado, cuando dices de que a la edad de 17 años todo parece tener significado y algo oculto que descubrir, que todo tiene una profundidad, pero en cierto modo, nada suele ser asi, la poca experiencia y realidad del mundo vivida, hace que la ilusión y la imaginación nos ocupe mas hemisferios de la vida que el de la realidad. Al fin y al cabo, creceremos y seremos adultos a los que nos importará mas la credibilidad y el provecho que otra cosa.

La vida desde entonces, no vuelve a ser igual jamás.