lunes, 29 de enero de 2007

Brasilia: La ciudad del mañana que se quedo en el ayer







Brasilia:
La ciudad del mañana que se quedó en el ayer
Texto y fotos: Hernán Gómez
(Publicado en la revista Celeste)

Si uno tuviera que elegir un destino dentro de ese inmenso país de bellezas naturales y humanas que es Brasil, su capital –Brasilia- seguramente no sería la mejor opción. Si usted ha llegado hasta esta región lo más probable es que sea para tratar algún negocio público. Y es que esta capital no tiene otra razón de ser que el poder. Territorio desolado en medio de la aridez del Planalto Central, Brasilia es una ciudad construida a la medida de la burocracia. Con sólo 43 años de vida, la mayor parte de su millón y medio de pobladores han nacido en otro lugar del país. Sin tradición cultural, Brasilia ni siquiera tiene un acento propio.

Planificada hasta el más mínimo detalle por el urbanista Lucio Costa y por el arquitecto Oscar Niemayer, Brasilia es un inmenso avión: su cabina es la Explanada de los Ministerios, la cual alberga cada uno de los ministerios de gobierno ordenados con obsesiva escrupulosidad; la cola es el llamado Eje Monumental, un inmenso espacio abierto que recuerda las viejas fotografías de China y sus alas dan forma a esto que se asemeja a una maqueta en medio del desierto, dividida en autoritarias supercuadras, matemáticamente calculada en bloques y organizada simétricamente en sectores.

El genio urbanístico de Brasilia (o su horror), radica en ser una ciudad cuyo paisaje se repite monotemáticamente cada supercuadra. Sus conjuntos habitacionales (que evocan las construcciones del Welfare State, sino es que las de la Unión Soviética) cuentan todas con lo necesario para una “vida funcional”.

Sin plazas dentro del área urbana, ni cafés en sus calles, con pocos espacios verdes y plagada de centros comerciales de dudosa estirpe, los constructores de Brasilia amaban el cemento y el asfalto. Nada como esos materiales podía simbolizar mejor la idea de progreso y modernidad que quisieron dar a su “ciudad futura”.

Expandida horizontalmente debido a una legislación que prohíbe la construcción e edificios altos, Brasilia está comunicada por anchas avenidas que, aunque facilitan la circulación de los vehículos –dueños por completo de esta ciudad-, hacen del transeúnte un ciudadano indigno.

La capital de Brasil tiene poco que ofrecer al visitante. No es una metrópoli ni tampoco una provincia. Al estar buena parte de su vida cotidiana ligada a la burocracia, la ciudad funciona de lunes a viernes. Cuando llega el fin de semana, los políticos que vienen del resto del país huyen a sus lugares de orígenes. Entonces, los hoteles ofrecen tarifas preferenciales en un esfuerzo por atraer alguno que otro visitante.

Cada vez que alguien cuestiona a Oscar Niemayer por el dudoso gusto estético que le llevó a construir una ciudad como Brasilia, responde con la misma frase: “A la gente que la visita puede o no gustarle la ciudad, pero no podrá decir que había visto algo parecido”. Extraña y evasiva es la respuesta del constructor de Brasilia, que –dicho sea de paso- hace casi tres décadas que vive en Río de Janeiro.

Lo único que justifica una visita turística a Brasilia es La Explanada de los Ministerios, construida a imagen de las ciudades griegas con ese gran espacio monumental que le valió el ser declarada patrimonio mundial de la humanidad. El también creador del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York y del Museo de Arte Contemporáneo en Niteroy, desarrolló aquí un trabajo arquitectónico que refleja la idea de modernidad de una generación que tuvo por gurú y mentor a Le Corbusier.

Amante de las curvas, dice Niemayer algo que suena bastante más bonito de lo que se ve: “No es el ángulo recto lo que me atrae; ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Me atrae la cuerva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en la ola del mar, en el cuerpo de la mujer. De curvas está hecho todo el universo”.

La obra que más resalta y da a la ciudad el toque extravagante (que la salva de ser un fiasco estalinista) es la cede del Congreso. Como si la democracia hubiese sido llevada hasta ahí por seres extraterrestres, la cámara de diputados es un inmenso platillo volador de estructura convexa, mientras que el Senado es una igual, sólo que cóncava.

Entre estos dos platos se encuentran un par de torres con 28 pisos de oficinas. Se trata sin duda de la estructura que alcanza la mayor altura en la ciudad. Alguna atención merecen el Palacio de Plantalto, el Ministerio de Justicia y la Cancillería de Itamaraty --construidos con formas rectas y curvas--, edificios que se pierden en la inmensidad de la explanada y a los que al menos les faltaría un mayor tamaño para ser considerados imponentes.

Detalles simpáticos son algunas de las esculturas que adornan las entradas de los edificios, como aquélla mujer de Alfredo Ceschiatti que, fuera del Palacio de Justicia, muestra unos ojos vendados para representar que “la justicia es ciega”. De mi especial devoción es “los candangos”, un bronce de Bruno Giorgi de ocho metros de altura, sabia representación en la que dos cuerpos se fusionan amorosamente en una extremidad, pero conservan su autonomía en el resto del cuerpo.

Fuera de la Explanada, la ciudad presenta un paisaje que poco tiene que ofrecer a los peregrinos. Pero no seamos severos. No digamos que Brasilia es una ciudad fea. Tampoco recurramos al exceso de considerarla patrimonio cultural de la humanidad: concedámosle graciosamente el título de ciudad interesante. Y es que aunque Brasilia no invita, encierra una historia de sueños y sacrificios que sería injusto desconsiderar.

Su encomendador, Juscelino Kubitschek (Presidente del Brasil de 1956 a 1960) era un firme creyente en el progreso, bajo cuya gestión el país se industrializó a pasos agigantados. La idea de mudar la capital de Río de Janeiro a la región central del país, había sido discutida muchas veces a lo largo de la historia, como un antídoto capaz de evadir las invasiones a las que la ciudad carioca era objeto, pero también como una forma de descentralización. La construcción de una nueva capital había sido incluso establecida dentro de la propia constitución brasileña, pero nadie la había puesto en práctica.

Sin embargo, Juscelino era un voluntarioso. Cuanta la leyenda que, cuando antes de llegar al poder, alguien le preguntó si cumpliría la constitución en lo que se refería a la construcción de la nueva capital. La respuesta afirmativa comprometió al futuro Presidente, quien una vez en el poder se dio manos a la obra. La idea de construir una capital en el centro del país no era mala. Se trataba de unir, en un mismo esfuerzo de desarrollo, al Brasil del litoral atlántico, fuerte económicamente desde tiempos coloniales, con el Brasil del interior que por largos siglos había vivido al margen y de paso crear un polo de desarrollo en el centro del país.

Hasta entonces, nadie en su sano juicio pensaba que fuera posible construir una ciudad en una región tan alejada del progreso, donde no llegaban las carreteras, donde no había ni luz ni agua ni nada. Pero Juscelino lo tenía que hacer porque era Juscelino, porque él era quien debía llevar a Brasil al progreso económico; se lo decía su visión de estadista. La capital tenía que construirse a toda velocidad. Si no había carreteras, las bolsas de cemento llegarían por avión; si el trabajo era arduo, 60 mil hombres edificarían --día y noche-- la cede del parlamento, el palacio presidencial de Planalto, su moderna catedral, la Alborada donde habría de residir el Presidente, así como sus edificios ministeriales.

Naturalmente, Juscelino debía cortar el listón antes de concluir su mandato, lo que hizo en el año de 1960. En sólo tres años y diez meses se había edificado el centro de la ciudad. Poco tiempo después, al dejar el poder, escribió una nostálgica carta al pueblo en la que afirmaba con absoluta seguridad sobre su gestión y sobre el mismo: “Durante mi mandato no falté a ninguno de los compromisos que prometí, haciendo avanzar a Brasil por lo menos 50 años de progreso en tan sólo cinco años...”

Y es que al construir Brasilia no se pensó en el hoy, sino en el mañana. Era, como la bautizó André Malraux, “la ciudad de la esperanza”. Aliado a su fantasía y a su imaginación, Oscar Niemayer buscó en su arquitectura romper con los patrones convencionales. Al menos en la Explanada de los ministerios, y en algunas de las obras que construyó alrededor, lo hizo. El centro de Brasilia (no así toda la ciudad) fue una conjunción entre funcionalismo y arte marcada por ideas de Le Corbusier, para quien las ciudades debían ser concebidas para “inspirar placer, ofrecer protección y estimular el trabajo”. Se imaginaba una ciudad despojada de preconceptos y tabúes urbanísticos, de espacios abiertos e integrada a la naturaleza.

Tal vez el error de quienes construyeron Brasilia, así como de buena parte de los arquitectos de esa época, fue su creencia omniabarcante y totalizadora en el progreso. Al pensar que la modernidad podía ser establecida por decreto, su soberbia arquitectónica y urbanística, supuestamente en nombre de la imaginación, puso límites a la imaginación de las generaciones futuras. Así, Brasilia parece hoy una ciudad que quiso ser moderna, pero que vive atrapada en los años cincuenta; sus edificios y sus calles son muestra del fracaso de la estatolatría.

Seguramente en nada de eso pensó el buen Juscelino cuando fue inaugurada la ciudad en 1960 y pronunció ese famosos discurso que hoy aparece escrito en varias lápidas: “Desde esta soledad del Planalto Central que en breve se transformará en cerebro de las grandes decisiones nacionales, lanzo los ojos una vez más sobre el mañana de mi país y anticipo el futuro de esta alvorada con fé inquebrantable y con una confianza ilimitada en su grande destino”.-

2 comentarios:

Isaac Yitzchak dijo...

Increíble comentario, como decía uno una vez :

"Brasilia es en muchos aspectos remarcable, sin embargo, la filosofia urbanistica utilizada en esos años promovia muchos espacios abiertos y sobre todo ninguna consideracion hacia los peatones.
Las ciudades que me gustan son, en general, llenas de vida en las calles, el cual no es el caso en Brasilia, salvo contadas excepciones.
A mi que me gusta recorrer las ciudades a pie, creo que me volveria loco en Brasilia.
Gracias por las fotos."

Y es que es cierto, es una ciudad fea que lleva ese sello de modernidad y futurismo, pero modernidad y futurismo de los 50 y 60, algo parecido al estilo Art Decó, el cual me promueve náuseas cada evz que lo veo.

Pero sin dudad el estilo de construcción forjada en Brasilia, marcó la arquitectura brasileña al punto de catalogarse este estilo, como de "moderno brasileño", un estilo que... a la mayoría de los brasileños no les gusta para nada, pero algo si, la historia solo de crear una ciudad desde cero, es apasionante, y creo que ellos tuvieron tantas opciones pudieron tener tantas vueltas a la imaginación y tantas formas de crear desde cero que al fin y al cabo cayeron en la nada, esa nada que se palpa en sus edificios, espacios abiertos, avenidas .. etc

Carlos CS dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.